RESEÑA DEL LIBRO
Los pobres están invitados a la mesa. La alimentación popular en Chile, 1930-1950
Reseña de Andrés Rojas
RESEÑA DEL LIBRO
Los pobres están invitados a la mesa. La alimentación popular en Chile, 1930-1950
Reseña de Andrés Rojas
COLUMNA:
Gabriel Salazar y la obra Labradores, peones y
proletarios.
A 40 años de su publicación.
La dimensión internacional de un quehacer
intelectual
¿por qué
las elites globalizadas y agencias internacionales estuvieron interesadas en
financiar, durante los años 1980 y 1990, el proyecto de Nueva Historia Social
que Gabriel Salazar lideraba?
El caos mundial, la compra de la casa de
Salvador Allende y las derivas populistas
“El Estado
Constitucional de Derecho es la condición institucional que permite a todos
vivir en paz, porque en él el goce de los derechos no pende del arbitrio de un individuo
o de una facción, sino que está garantizado por normas abstractas y generales,
lo que se perfecciona cuando se funda en la democracia. Si en una república
democrática, como es la nuestra (artículo 4°), la soberanía reside en el
pueblo, éste se expresa directamente a través del poder constituyente y se
objetiva jurídicamente en la Constitución, la cual no es una simple carta
política, sino que la ley superior del ordenamiento jurídico que define el
sistema de fuentes del derecho y, además, tiene fuerza normativa directa. Así,
todos los órganos del Estado y sus titulares son poderes constituidos y
sometidos, por lo tanto, a la Constitución” (Tribunal Constitucional, 10 de
abril 2025).
Un
Ceo del banco JP Morgan señaló, a propósito de la guerra arancelaria iniciada
por Donald Trump, que el mundo vive el entorno más peligroso desde la Segunda
Guerra Mundial. Sin embargo, hay que matizar esa declaración: ese entorno
peligro tuvo sus orígenes en la década de 1930, al menos una década antes de la
invasión alemana a Polonia en 1939. Cuando los partidos políticos se ven como
corruptos, la democracia como incapaz
de enfrentar el crimen organizado y el Estado como un botín, las personas
empiezan a mirar salidas autoritarias que restablezcan, de algún modo, cierto
orden perdido. Fenómenos como el ascenso de Hitler en la Alemania de los años
1930 o salidas populistas actuales como la de Bukele en el Salvador o del mismo
Donald Trump en los Estados Unidos, parecen dar respuesta al votante que ve en
estos liderazgos una salida a la crisis que experimenta.
En el
presente parece que ya no se trata de luchar por la democracia a secas, vacía
de contenido, sino que, por el contrario, los ciudadanos comienzan a
preguntarse qué democracia se debe apoyar y promover en este nuevo entorno
peligroso. Lo preocupante, más allá de las derivas populistas o autoritarias,
es que las autoridades –presidenciales, parlamentarias o de instituciones
públicas– construyan espacios de poder inmunes a la crítica ciudadana, espacios
que alienten ejercicios antidemocráticos, de violación a la Constitución de la
República o directamente de corrupción. No cuestionar el poder,
por conveniencia o miedo, es ser cómplice de las consecuencias dañinas que su
ejercicio puede acarrear.
El caso de la compra de
la casa del Presidente Salvador Allende, así como el conjunto de
desprolijidades que han salido a la luz pública y que llevaron a la destitución
de la Senadora Isabel Allende por el Tribunal Constitucional debe ser un
llamado de atención a que el trabajo mal hecho, la falta de controles a la
función pública, el dejar hacer, la flojera intelectual, una cadena de errores
de los cortesanos de turno, significó el fin de la carrera política de una
senadora de la República. Pero el aprendizaje de fondo es que, si no hay medidas ni contrapesos y somos
condescendientes con el poder, el daño que se le puede hacer a la
democracia será irreversible.
El
que una serie de asesores de alto nivel no hayan rechazado la compra de la casa
de Salvador Allende sólo se explica por la banalidad con la que
asumieron sus responsabilidades públicas. En orden de magnitud un horror
administrativo no se compara con los horrores de una dictadura –la “banalidad
del mal” según Hannah Arendt–, pero la suma de estos errores o la intención
tozuda de llevar hasta las últimas consecuencias las convicciones propias, como
era transformar la casa de Salvador Allende en un museo, puede llevar a que la
población se harte de la política y de los políticos y opte por salidas populistas.
Que
esto sea una lección para entender que los peligros para la democracia no solo
nacen de los populistas de turno, sino de funcionarios públicos que abusen del
ejercicio de su autoridad y pretendan salir impunes.
Tal
como señaló el fallo del Tribunal Constitucional, con fecha 10 de abril de
2025:
“Existe,
en consecuencia, una íntima vinculación entre democracia y Estado
Constitucional”
INFORME FISCALÍA NACIONAL ECONÓMICA
Estudio sobre el mercado del hospedaje
El año 2024 La Fiscalía Nacional económica investigó el mercado del hospedaje en Chile, revisando la dinámica competitiva del sector en los últimos años. Para dar contexto histórico a la industria, utilizó nuestros trabajos sobre la industria turística y el empresariado hotelero (Ver en especial Sección Antecedentes, letra B Historia del mercado del hospedaje en Chile)
UN RECTOR Y UN JUEZ
QUE SON UN PELIGRO PARA CHILE
La
delincuencia y las demandas por mayor seguridad han sido los tópicos que inundan
el debate hace muchos años, todo agravado después de la pandemia. Fenómenos como
la globalización, aumento del crimen organizado, así como la presencia de
bandas internacionales o transnacionales, son fenómenos que la
institucionalidad del Estado chileno no está en capacidad de enfrentar, al menos no con las herramientas tradicionales.
Hay ciertos consensos sobre los cambios
que ha tenido la delincuencia y cómo las estadísticas muestran un crecimiento
sostenido de las tasas de criminalidad, en especial la de homicidios. De
acuerdo con la información oficial, de aquellos homicidios que se producen en la
calle y sin autor conocido, las posibilidades de llegar a procesar a su autor no
supera el 10% de los casos. La criminalidad también ha cambiado, son
delincuentes que se han criado en un mundo virtual del cual se desconectan cuando
quieren, no teniendo ninguna sujeción marcada por las consecuencias de sus
acciones. La vida ya no tiene ningún valor, o al menos no el valor de un par de
zapatillas, por las cuales los jóvenes están dispuestos a matar, donde hoy
primero se dispara y luego se roba. Ya no es la bolsa o la vida, sino la bolsa
y la vida.
La
polémica decisión de un juez de la república que autorizó video conferencias de
una célula del Tren de Aragua con el exterior y además visitas conyugales, en
una cárcel de alta seguridad que está destinada al control y seguimiento de
criminales de alta peligrosidad, ha abierto un debate que en Chile despierta pasiones
pero que no conduce a nada. El juez argumentó su decisión apelando a tratados internacionales,
la práctica de la buena justicia y motivaciones en pro de la reinserción del
delincuente. Argumentos tan genéricos que no pueden aplicarse cuando tales
decisiones pueden afectar investigaciones en curso o pueden incentivar nuevos
delitos desde las mismas cárceles.
Sin embargo, lo más interesante de la polémica
fue la columna en defensa del juez Urrutia del rector de la Universidad Diego
Portales, Carlos Peña, conocido por sus comentarios dominicales, su pensamiento
liberal progresista y ser uno de los autores de la Reforma Procesal Penal, lo
que podemos llamar el “Transantiago de la justicia” del gobierno de Ricardo
Lagos. Dicha reforma, necesaria en sus aspectos principales, estableció un
sistema garantista a toda prueba, que puso el foco del proceso en la defensa
del acusado y no de la víctima; que no fue acompañada con una reforma del Código
Penal de hace más de 100 años; y que, por último, no se hace cargo hasta el día
de hoy, en ninguno de sus aspectos, de la nueva criminalidad existente en
Chile.
Los argumentos de la defensa del rector Peña parten cuestionando las críticas formuladas a la decisión del juez como “viscerales, hechas para la galería”, cuestionamiento propio de un intelectual que al parecer sale poco de su oficina de rectoría. Los argumentos de fondo apuntan a destacar los derechos de los criminales, pero en especial que estamos en un Estado de Derecho, cuyos garantes son las leyes y jueces. Negar la llamada a los acusados conduciría –según Peña– a transformarlos en víctimas del Estado. Nos recuerda el rector que el Estado son un conjunto de reglas y principios que permiten la vida en sociedad y que no podemos violar sin poner en peligro nuestra propia convivencia.
No hay que perderse, el liberalismo del rector Peña imagina una sociedad organizada por reglas del mercado que provee los bienes y servicios necesarios para su reproducción, junto con un espacio público de lo político que asegura la trascendencia de nuestras acciones individuales. Por supuesto que hay males en este universo del rector Peña (robos, desfalcos, asesinatos, entre otros), pero que serán sancionados por una comunidad de hombres buenos (un apasionado del mundo griego). En este proyecto político liberal de cuño "progresista" no hay espacio para el Estado, haciéndole el juego, paradojalmente, a otros grupos que desde distintas veredas buscan destruirlo.
El discurso de estas vanguardias progresistas nos revela los peligros que reporta para una sociedad la existencia de intelectuales desconectados de la realidad, que la observan a partir de principios ideológicos y doctrinarios pensados para 200 años atrás, y que no ofrecen soluciones eficientes para el mundo que les toca vivir. Viven en un castillo de cristal, reflexionando sobre el tiempo presente, en la seguridad de que por esos cristales solo pasará la luz del día y jamás la oscuridad de la noche.
Sería bueno recordarle al rector Carlos
Peña que el Estado de Derecho, al cual apela todos los domingos desde su
escritorio, está en crisis y es sometido a prueba todos los días por la misma
criminalidad que ese Estado debe defender. Solo un ejemplo, para finalizar. No existe en Chile la pena de muerte, pero esta pena de muerte la aplican todos los días los delincuentes a sus víctimas, mientras el Estado mira perplejo sin saber qué hacer.
Patricio Herrera y Juan Calos Yáñez (Eds.)
Alcohol y trabajo en América Latina. Siglos XVII-XX.
Experiencias económicas, políticas y socioculturales.
Valparaíso: América en Movimiento, 2019
La Conquista del turismo en Chile.
Columna de opinión Radio Bio Bio, de Juan Carlos Yáñez
"Una ley antinegacionismo puede generar autocensura entre los
historiadores" Entrevista Radio Bio Bio
El académico de la Universidad de Valparaíso ha dedicado años al estudio de las políticas sociales llevadas a cabo por el Estado chileno durante el siglo XX, además de investigar los procesos de construcción de la nación. En esta entrevista concedida a Bío Bío afirmó que le gusta más hablar de “consensos historiográficos más que de verdad histórica” y declaró que teme que una ley antinegacionismo pueda provocar una “autocensura” en los historiadores, “en donde no hagamos proyectos de investigación para repensar el pasado reciente u ofrezcamos nuevas miradas, por ejemplo, sobre el quiebre democrático, o con respecto a los procesos de modernización que llevó a cabo la dictadura militar”.
ENTREVISTA AL DR. JUAN CARLOS YÁÑEZ ANDRADE
UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO
VICERRECTORIA DE INVESTIGACIÓN
La publicación pertenece al Dr. Juan Carlos Yáñez, académico de la Escuela de Administración Hotelera y Gastronómica.
Con una nueva obra el Centro de Investigación en Innovación, Desarrollo Económico y Políticas Sociales (CIDEP) de la FACEA, amplía su catálogo de publicaciones. Esta vez con “El tiempo domesticado. Chile, 1900-1950” del académico Juan Carlos Yáñez, libro que trata sobre cómo el trabajo, la cultura y el tiempo libre influyó en la configuración de las identidades laborales en dicho período de la historia de nuestro país.
La publicación recoge un conjunto de problemas y temáticas que han sido parte de las investigaciones del académico en los últimos 20 años:
“En especial, en cómo se reconoció históricamente la idea de que los trabajadores tenían derecho al descanso y el disfrute del ocio y tiempo libre, aspectos que eran considerados, tradicionalmente, como patrimonio de los sectores adinerados de la sociedad. Diría que la conquista del ocio, del tiempo libre, y agregaría las vacaciones, son una de las mayores conquistas del siglo XX”, señaló el Dr. Yáñez.
Respecto del objetivo concreto que se propone el libro, el académico sostuvo que es “dar cuenta de los distintos debates y disputas que se dieron sobre el ocio y tiempo libre de los trabajadores, entendido como un campo de luchas en donde operaron discursos científicos sobre la recuperación de las fuerzas físicas de la población, así como dispositivos bien específicos que permitieron modelar nuevas pautas culturales en los sectores populares. Es por ello, que el libro se mueve desde la eliminación de prácticas como ‘El San Lunes’, la jornada continua, el uso que los empresarios le dieron a los jardines y huertos obreros, y las prácticas turísticas que comenzaron a darse entre los trabajadores a partir de la década de 1930”.
Cabe destacar que este libro es la contracara de anteriores publicaciones del Dr. Yáñez, las cuales han abordado la constitución de la sociedad salarial:
“En la medida que los trabajadores conquistaron derechos, como el descanso dominical y la jornada de ochos horas diarias, se hizo evidente la necesidad de responder la pregunta de qué hacer con ese tiempo libre del que disponían los trabajadores, todo cruzado por intereses de las élites políticas, intelectuales, sindicales y empresariales. De esta forma, el actual proyecto Fondecyt N°11190167, que estoy ejecutando aborda las prácticas turísticas de los trabajadores entre 1930 y 1973, en lo que se ha dado en llamar turismo social”, puntualizó.
ACTUALIDAD LABORAL
Sobre similitudes y diferencia entre el periodo escogido por el académico y la actualidad, el Director Alterno del CIDEP, argumentó que “los tímidos debates que se han dado en los últimos años sobre la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales, se mueven en los mismos términos que se dieron los debates de comienzos del siglo XX en torno al descanso dominical y la jornada semanal de 48 horas. Lamentablemente no hemos podido avanzar en un debate serio sobre la aprobación de la jornada de 40 horas semanales, porque los enfoques se siguen moviendo en la lógica de que el ocio y el tiempo libre es la contrapartida del trabajo y, por lo tanto, los empresarios piensan que esto es una concesión que ellos deben hacer”.
“Creo que la pandemia es un buen momento para enfrentar el desafío de cómo organizar el trabajo en el futuro, ya que las personas han sido puestas a prueba, con experiencias concretas como el teletrabajo, el trabajo part time y qué hacer con su tiempo libre. Como lo he planteado en otras entrevistas y columnas, discutir la reducción de la jornada laboral en el Chile actual debe dar cuenta de manera integral del ocio y tiempo libre como un derecho fundamental para conformar una sociedad sana, pero sin perder de vista un enfoque integral, que incluya temas como la productividad laboral, la capacitación y la oferta de bienes culturales que el Estado y los privados deben entregar. Me parece que este tema es un lindo desafío para los próximos constituyentes” concluyó el académico.
La
reforma del sistema previsional y el debate constituyente.
Las
paradojas y paralelos del siglo XX
En
pleno debate por el retiro del 10% de los fondos previsionales para que las
familias enfrenten los efectos económicos de la pandemia, bien vale la pena repasar
los cien años del sistema previsional chileno. Lo primero que llama la
atención son algunas paradojas que permiten establecer ciertas analogías entre
los diferentes modelos implementados durante el siglo XX.
Primero: la seguridad
social fue impulsada en 1924 por los militares y desmantelada por los mismos
militares en 1980. Por ello, la legitimidad del sistema es esencial, la cual se
construye con el tiempo, aunque dicha legitimidad no esté asegurada.
Segundo:
la
seguridad social instaurada en 1924 fue eficiente en entregar crecientes
prestaciones a los afiliados, aunque los fondos de reserva enfrentaron progresivos
costos por la administración y los generosos beneficios que ofrecían. Por el
contrario, el actual sistema de AFP, instaurado en 1980, ha sido eficiente en acumular
fondos por un monto de 200 mil millones dólares, aunque ofrece prestaciones muy
pobres, cuyo promedio de pensiones alcanzan para el primer semestre de 2020 los
250 mil pesos.
Tercero:
tanto el primer modelo previsional de 1924, como el de 1980, fueron aprobados
en un marco de crisis del sistema político y de debates que decantaron en una
nueva constitución: la de 1925 en el primer caso y la de 1980 en el segundo.
De
manera casi premonitoria hoy enfrentamos una crisis política que incluye tanto
el sistema de representación como el modelo presidencialista, crisis
profundizada por el estallido social del pasado 18 de octubre. No es raro,
entonces, que la discusión sobre el modelo previsional se dé en el marco de un
nuevo pacto social y político que debe proveer la Constitución Política de la República.
Dicho pacto debe ofrecer garantías no solo para asegurar el correcto funcionamiento
político y de los órganos del Estado, sino también para asegurar a todos los
miembros de la comunidad el desarrollo pleno de sus facultades, garantizando la
protección frente a los riesgos de vivir en sociedad.
De
esta forma, si bien los sistemas previsionales no debieran ser objeto de normas
constitucionales no es raro que dichos sistemas estén alineados en términos
valóricos con los principios y derechos fundamentales que la constitución busca
proteger. Así se entiende que la Constitución de 1925 reconociera por primera
vez en Chile la protección de los derechos sociales y la Constitución de 1980
estableciera el principio de subsidiaridad.
El
ahorro popular y el primer sistema de seguridad social
Si
bien la promoción del ahorro popular había tenido cierto éxito con la creación
de las mutuales en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras cajas de ahorro
popular a fines del mismo siglo, fue con la creación de la Caja del Seguro
Obrero en septiembre de 1924 que el ahorro previsional se hizo
obligatorio para los trabajadores. En septiembre de 1924, y luego de un
golpe de estado que obligó a renunciar al Presidente de la República, Arturo
Alessandri, el Congreso aprobó la Ley N°4054 que creó la Caja del Seguro
Obrero, proyecto original del médico y parlamentario Exequiel González
Cortés, el cual seguía el modelo de seguridad social alemán.
La
Caja del Seguro Obrero de 1924 estableció que los trabajadores debían cotizar
2% de su salario, los empleadores aportar con el 3% y el Estado el 1%, fondos
que debían ayudar a costear las enfermedades, invalidez, accidentes, vejez y
muerte. Se dejó de lado el seguro de cesantía por los riesgos –según se decía– de
incentivar el empleo informal, aunque en la práctica el Código Laboral de 1931
estableció una indemnización por despido. La lógica del sistema operaba en base
al compromiso de que los trabajadores cotizarían para enfrentar la pérdida de
la capacidad de trabajo y su recuperación para reinsertarse al mercado laboral.
Por su parte, los empleadores debían ayudar a financiar el sistema por el uso
que hacían de la fuerza de trabajo y donde el salario no ayudaba a compensar
del todo ese desgaste. La participación del Estado se justificaba porque
ahorraría muchos recursos en la beneficencia pública que atendía a los sectores
más pobres y la paz social que se alcanzaba al resguardar la fuerza de
trabajo.
La
Caja del Seguro Obrero de 1924 funcionó en materia de pensiones como un sistema
de capitalización individual y en materia de salud como de reparto,
administrado por un modelo corporativo que integraba en la gestión de los
fondos al Estado, los empleadores y trabajadores. Esto explica el interés
creciente del movimiento obrero y patronal en participar de las cotizaciones
obligatorias. Sin embargo, el pecado original de este primer modelo de
seguridad social fue que al vincular de manera directa el sistema
previsional a la condición asalariada de los aportantes, excluyó a aquellas
personas de ingresos superiores y los independientes, junto con dejar abierta
la posibilidad de que cada sector gremial luchara por formar sus propias cajas
de retiro, fragmentando el sistema en un número tal de cajas que lo hizo insostenible
al aumentar de manera creciente los gastos en administración. De hecho, los
gremios más fuertes –como los empleados– lograron obtener mejores prestaciones.
La
reforma que se hizo al sistema previsional en 1952 (Ley N°10.383)
aumentó la cotización a un 20% del salario, con un 5% aportado por el trabajador,
un 10% por el patrón y un 5% por el Estado, transformado la capitalización
individual a una de reparto. Además, se incluyó a los trabajadores
independientes, los que debían cotizar por un 15% del salario mínimo. Se
mantuvo la edad de jubilación en 65 años para los hombres y de 60 años para las
mujeres, estableciendo la posibilidad de retiro a los 55 años para aquellos que
realizaran trabajos pesados. También agregó el seguro de desempleo que no había
incluido el régimen de 1924. Sin embargo, no se avanzó en centralizar el
sistema en una sola caja de seguridad social que integrara a todos los
trabajadores chilenos.
Hacia
la década de 1970 la caja del seguro obrero y el resto de las cajas de
previsión (empleados públicos, particulares, entre otros) habían logrado un
efecto positivo en el mercado laboral chileno, ayudando en el aumento del
empleo formal, llegando a cubrir un 85% de los potenciales afiliados. Además,
seguía ofreciendo prestaciones generosas en materia de vejez, salud y préstamos
a los imponentes.
Si
bien el sistema previsional chileno no mostraba signos de desgaste, había un
consenso generalizado en los años 1960 y 1970 de la necesidad de su reforma, en
especial el integrar en una sola caja previsional a los trabajadores,
disminuyendo los costos de administración, junto con revisar prestaciones como
las asignaciones familiares.
El
golpe de estado de 1973 y la incorporación de la ideología neoliberal (Chicago
Boys) a partir de 1975, hizo que la necesidad de la reforma del sistema previsional
se transformara rápidamente en la discusión sobre su reemplazo. Muchos
intelectuales han alimentado el sentido común de creer que las AFP –creadas por
el decreto Ley 5.300 de 1980—surgieron para proveer un mercado de capitales a los
grandes grupos económicos, y solo secundariamente para entregar pensiones.
Si bien esto es cierto, lo es solo si ese análisis se hace desde el presente y
observando cómo funciona actualmente el modelo, pero en 1980 no era todo tan
claro. De hecho, había razones más “simples” para modificar el sistema de cajas
previsionales.
Durante
la década de 1970 las prestaciones crecieron sin parar y el aporte del Estado
llegó a representar el 30% de los ingresos anuales de la Caja del Seguro
Obrero. Además, los empresarios reclamaban por el 10% que debían cotizar para
sus trabajadores. La crisis económica de los años 1970, con el cortejo de
cesantía y aumento del empleo informal, no hizo sino acentuar la sensación
–falsa, por cierto– de que todos los actores “ganaban” reformando el sistema.
El Estado se ahorraría muchos recursos, los empresarios dejarían de aportar su
10% y los trabajadores aumentarían su salario al doble, ya que las AFP solo le
descontarían el 10%. A eso hay que sumarle la propuesta de una tasa de
reemplazo de un 70%, una campaña publicitaria a todo dar –con
artistas, animadores e ídolos de fútbol– y las presiones y amenazas que
vivieron miles de trabajadores para cambiarse a las AFP. Este fue el pecado
original del sistema de AFP, el dejar al trabajador como responsable único de
las cotizaciones.
En
medio de este debate se han adelantado propuestas de reformas que apuntan hacia
un modelo de reparto o mixto. Sin embargo, si alguien escucha de un político o
economista una propuesta que señale que al eliminar las AFP los cotizantes van
a obtener en el futuro, por arte de magia, pensiones superiores al ingreso
mínimo, hágales la siguiente pregunta: ¿sobre qué bases se funda cualquier
sistema previsional en el mundo, más allá de si éste comprende aportes
estatales, patronales o de los trabajadores? La respuesta es simple, con tres pilares
fundamentales: el trabajo, la cotización obligatoria y el pago de impuestos.
Ningún país ha construido un sistema sólido de previsión sin fundarlo en el
valor del trabajo como fuente de producción e ingresos, el ahorro obligatorio
que nos invita a pensar en la seguridad del mañana y, por último, el
comportamiento ético de cada uno de nosotros que permite que el Estado recaude
los impuestos necesarios para proveer de bienestar social a su población.
Juan Carlos Yáñez Andrade
.
Doctor en Historia, académico de la Universidad de
Valparaíso y
Director alterno del Centro de Investigación en Innovación,
Desarrollo Económico y Políticas Sociales de la Universidad
de
Valparaíso.
M DE MALDITO
En 1931 el director alemán Fritz Lang
dirigió la película M, el vampiro de Dusseldorf, o también conocida como
M de Maldito, historia que trata sobre un abusador y asesino en serie de
niñas. Son muchos los aspectos artísticos y cinematográficos que transforman
esta obra en una creación maestra. Sin embargo, lo más interesante es su trama
conexa.
Este vampiro –o maldito– a diferencia del vampiro clásico, es un sujeto sin poderes sobrenaturales y que aparece en circunstancias cotidianas como un ser normalizado en medio del devenir urbano. La clave del filme es el entramado social que rodea los asesinatos y que dan cuenta del contexto de fines de la República de Weimar (1919-1933). Es conocido el análisis que ofrece Alfred Kracauer sobre esta película, la cual junto con otras prefiguraría –según él– el ascenso del nazismo, con el sometimiento a los poderes irracionales que movilizan el alma humana; los miedos que tienen las personas al enfrentarse a lo desconocido; la aceptación del control gubernamental a cambio de mayores grados de seguridad; o la facilidad que tienen las personas en dirigir hacia alguien o un grupo la causa de todos los males.
Imagen del film de Fritz Lang
La urbe aparece como un espacio de
angustia cuando las madres empiezan a sufrir por la pérdida de las niñas; en un
lugar de desconfianza cuando cualquier persona, por sus conductas o actitudes,
se transforma en un potencial asesino; en un ámbito de control y vigilancia
cuando todas las actividades propias de los ciudadanos son observadas
meticulosamente por la policía.
Frente a los desafíos y necesidad de
atrapar al asesino en serie, son los mismos criminales quienes, por el temor a
no poder seguir cometiendo sus propios delitos, debido a la seguridad
desplegada en la ciudad, deciden darse a la tarea de perseguir y juzgar al
asesino.
Estos últimos días el caso de la
desaparición de Ámbar y el posterior hallazgo de su cadáver nos ha enfrentado a
nuestro propio vampiro. Hemos descubierto –una vez más– que el sistema judicial
es permeable, ya sea por la habilidad de los delincuentes que conocen los
vacíos del antiguo y obsoleto Código Penal, o la negligencia de algunos jueces
que asumen solo los aspectos garantistas del actual Código de Procesamiento
Penal, sistema que permitió poner en libertad a un asesino que no debió haber
salido de la cárcel.
¿Por qué en la película de Fritz Lang
los propios delincuentes decidieron perseguir y juzgar al asesino en serie?
Porque al conocer los vacíos del sistema judicial temían que el asesino serial
se hiciera “pasar por un loco” y evitara de esta forma el peso de la ley.
¿Qué nos muestra la película M, el
vampiro de Dusseldorf y el cruce con el caso de la muerte de la adolescente
Ámbar? Que el vampiro y los asesinatos en serie pueden, como en la Alemania de
los años 1920, prefigurar los peores males de una sociedad que cae en el abismo
de la corrupción, las pasiones y la violencia, donde son los mismos criminales,
hastiados por toda la decadencia, quienes deciden hacer justicia por sus propias
manos. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar a que sean los delincuentes que
terminen persiguiendo a los criminales?