viernes, 21 de agosto de 2020

 

La reforma del sistema previsional y el debate constituyente.

Las paradojas y paralelos del siglo XX

 

En pleno debate por el retiro del 10% de los fondos previsionales para que las familias enfrenten los efectos económicos de la pandemia, bien vale la pena repasar los cien años del sistema previsional chileno. Lo primero que llama la atención son algunas paradojas que permiten establecer ciertas analogías entre los diferentes modelos implementados durante el siglo XX.

Primero: la seguridad social fue impulsada en 1924 por los militares y desmantelada por los mismos militares en 1980. Por ello, la legitimidad del sistema es esencial, la cual se construye con el tiempo, aunque dicha legitimidad no esté asegurada.   

Segundo: la seguridad social instaurada en 1924 fue eficiente en entregar crecientes prestaciones a los afiliados, aunque los fondos de reserva enfrentaron progresivos costos por la administración y los generosos beneficios que ofrecían. Por el contrario, el actual sistema de AFP, instaurado en 1980, ha sido eficiente en acumular fondos por un monto de 200 mil millones dólares, aunque ofrece prestaciones muy pobres, cuyo promedio de pensiones alcanzan para el primer semestre de 2020 los 250 mil pesos.  

Tercero: tanto el primer modelo previsional de 1924, como el de 1980, fueron aprobados en un marco de crisis del sistema político y de debates que decantaron en una nueva constitución: la de 1925 en el primer caso y la de 1980 en el segundo.

De manera casi premonitoria hoy enfrentamos una crisis política que incluye tanto el sistema de representación como el modelo presidencialista, crisis profundizada por el estallido social del pasado 18 de octubre. No es raro, entonces, que la discusión sobre el modelo previsional se dé en el marco de un nuevo pacto social y político que debe proveer la Constitución Política de la República. Dicho pacto debe ofrecer garantías no solo para asegurar el correcto funcionamiento político y de los órganos del Estado, sino también para asegurar a todos los miembros de la comunidad el desarrollo pleno de sus facultades, garantizando la protección frente a los riesgos de vivir en sociedad.

De esta forma, si bien los sistemas previsionales no debieran ser objeto de normas constitucionales no es raro que dichos sistemas estén alineados en términos valóricos con los principios y derechos fundamentales que la constitución busca proteger. Así se entiende que la Constitución de 1925 reconociera por primera vez en Chile la protección de los derechos sociales y la Constitución de 1980 estableciera el principio de subsidiaridad.

El ahorro popular y el primer sistema de seguridad social

Si bien la promoción del ahorro popular había tenido cierto éxito con la creación de las mutuales en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras cajas de ahorro popular a fines del mismo siglo, fue con la creación de la Caja del Seguro Obrero en septiembre de 1924 que el ahorro previsional se hizo obligatorio para los trabajadores. En septiembre de 1924, y luego de un golpe de estado que obligó a renunciar al Presidente de la República, Arturo Alessandri, el Congreso aprobó la Ley N°4054 que creó la Caja del Seguro Obrero, proyecto original del médico y parlamentario Exequiel González Cortés, el cual seguía el modelo de seguridad social alemán.

La Caja del Seguro Obrero de 1924 estableció que los trabajadores debían cotizar 2% de su salario, los empleadores aportar con el 3% y el Estado el 1%, fondos que debían ayudar a costear las enfermedades, invalidez, accidentes, vejez y muerte. Se dejó de lado el seguro de cesantía por los riesgos –según se decía– de incentivar el empleo informal, aunque en la práctica el Código Laboral de 1931 estableció una indemnización por despido. La lógica del sistema operaba en base al compromiso de que los trabajadores cotizarían para enfrentar la pérdida de la capacidad de trabajo y su recuperación para reinsertarse al mercado laboral. Por su parte, los empleadores debían ayudar a financiar el sistema por el uso que hacían de la fuerza de trabajo y donde el salario no ayudaba a compensar del todo ese desgaste. La participación del Estado se justificaba porque ahorraría muchos recursos en la beneficencia pública que atendía a los sectores más pobres y la paz social que se alcanzaba al resguardar la fuerza de trabajo. 

La Caja del Seguro Obrero de 1924 funcionó en materia de pensiones como un sistema de capitalización individual y en materia de salud como de reparto, administrado por un modelo corporativo que integraba en la gestión de los fondos al Estado, los empleadores y trabajadores. Esto explica el interés creciente del movimiento obrero y patronal en participar de las cotizaciones obligatorias. Sin embargo, el pecado original de este primer modelo de seguridad social fue que al vincular de manera directa el sistema previsional a la condición asalariada de los aportantes, excluyó a aquellas personas de ingresos superiores y los independientes, junto con dejar abierta la posibilidad de que cada sector gremial luchara por formar sus propias cajas de retiro, fragmentando el sistema en un número tal de cajas que lo hizo insostenible al aumentar de manera creciente los gastos en administración. De hecho, los gremios más fuertes –como los empleados– lograron obtener mejores prestaciones.

La reforma que se hizo al sistema previsional en 1952 (Ley N°10.383) aumentó la cotización a un 20% del salario, con un 5% aportado por el trabajador, un 10% por el patrón y un 5% por el Estado, transformado la capitalización individual a una de reparto. Además, se incluyó a los trabajadores independientes, los que debían cotizar por un 15% del salario mínimo. Se mantuvo la edad de jubilación en 65 años para los hombres y de 60 años para las mujeres, estableciendo la posibilidad de retiro a los 55 años para aquellos que realizaran trabajos pesados. También agregó el seguro de desempleo que no había incluido el régimen de 1924. Sin embargo, no se avanzó en centralizar el sistema en una sola caja de seguridad social que integrara a todos los trabajadores chilenos.

Hacia la década de 1970 la caja del seguro obrero y el resto de las cajas de previsión (empleados públicos, particulares, entre otros) habían logrado un efecto positivo en el mercado laboral chileno, ayudando en el aumento del empleo formal, llegando a cubrir un 85% de los potenciales afiliados. Además, seguía ofreciendo prestaciones generosas en materia de vejez, salud y préstamos a los imponentes. 

 Las AFP y la discusión actual sobre su reforma

Si bien el sistema previsional chileno no mostraba signos de desgaste, había un consenso generalizado en los años 1960 y 1970 de la necesidad de su reforma, en especial el integrar en una sola caja previsional a los trabajadores, disminuyendo los costos de administración, junto con revisar prestaciones como las asignaciones familiares.

El golpe de estado de 1973 y la incorporación de la ideología neoliberal (Chicago Boys) a partir de 1975, hizo que la necesidad de la reforma del sistema previsional se transformara rápidamente en la discusión sobre su reemplazo. Muchos intelectuales han alimentado el sentido común de creer que las AFP –creadas por el decreto Ley 5.300 de 1980—surgieron para proveer un mercado de capitales a los grandes grupos económicos, y solo secundariamente para entregar pensiones. Si bien esto es cierto, lo es solo si ese análisis se hace desde el presente y observando cómo funciona actualmente el modelo, pero en 1980 no era todo tan claro. De hecho, había razones más “simples” para modificar el sistema de cajas previsionales.

Durante la década de 1970 las prestaciones crecieron sin parar y el aporte del Estado llegó a representar el 30% de los ingresos anuales de la Caja del Seguro Obrero. Además, los empresarios reclamaban por el 10% que debían cotizar para sus trabajadores. La crisis económica de los años 1970, con el cortejo de cesantía y aumento del empleo informal, no hizo sino acentuar la sensación –falsa, por cierto– de que todos los actores “ganaban” reformando el sistema. El Estado se ahorraría muchos recursos, los empresarios dejarían de aportar su 10% y los trabajadores aumentarían su salario al doble, ya que las AFP solo le descontarían el 10%. A eso hay que sumarle la propuesta de una tasa de reemplazo de un 70%, una campaña publicitaria a todo dar con artistas, animadores e ídolos de fútbol– y las presiones y amenazas que vivieron miles de trabajadores para cambiarse a las AFP. Este fue el pecado original del sistema de AFP, el dejar al trabajador como responsable único de las cotizaciones.

 La crisis social del 18 de octubre, la crisis económica que el país arrastra desde meses y la crisis sanitaria producto de la pandemia, no han hecho sino apurar la discusión por la reforma del actual sistema previsional, junto con la reforma constitucional. La discusión está abierta, e impulsada por la iniciativa del retiro del 10% de los fondos previsionales, una propuesta atractiva a primera vista porque coloca al cotizante frente a la elección de recibir los fondos para suplir necesidades actuales o guardarlos para su jubilación, objetivo que todo fondo de previsión busca. Los partidos renuncian a sus convicciones en un marco de crisis ideológica y pérdida de sentido de la política, eliminando de un plumazo las políticas de focalización y de progresividad.  

En medio de este debate se han adelantado propuestas de reformas que apuntan hacia un modelo de reparto o mixto. Sin embargo, si alguien escucha de un político o economista una propuesta que señale que al eliminar las AFP los cotizantes van a obtener en el futuro, por arte de magia, pensiones superiores al ingreso mínimo, hágales la siguiente pregunta: ¿sobre qué bases se funda cualquier sistema previsional en el mundo, más allá de si éste comprende aportes estatales, patronales o de los trabajadores?  La respuesta es simple, con tres pilares fundamentales: el trabajo, la cotización obligatoria y el pago de impuestos. Ningún país ha construido un sistema sólido de previsión sin fundarlo en el valor del trabajo como fuente de producción e ingresos, el ahorro obligatorio que nos invita a pensar en la seguridad del mañana y, por último, el comportamiento ético de cada uno de nosotros que permite que el Estado recaude los impuestos necesarios para proveer de bienestar social a su población.

Juan Carlos Yáñez Andrade

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Doctor en Historia, académico de la Universidad de Valparaíso y

Director alterno del Centro de Investigación en Innovación,

Desarrollo Económico y Políticas Sociales de la Universidad de

Valparaíso.

 


martes, 11 de agosto de 2020

 

M DE MALDITO

 

En 1931 el director alemán Fritz Lang dirigió la película M, el vampiro de Dusseldorf, o también conocida como M de Maldito, historia que trata sobre un abusador y asesino en serie de niñas. Son muchos los aspectos artísticos y cinematográficos que transforman esta obra en una creación maestra. Sin embargo, lo más interesante es su trama conexa.  

Este vampiro –o maldito– a diferencia del vampiro clásico, es un sujeto sin poderes sobrenaturales y que aparece en circunstancias cotidianas como un ser normalizado en medio del devenir urbano. La clave del filme es el entramado social que rodea los asesinatos y que dan cuenta del contexto de fines de la República de Weimar (1919-1933). Es conocido el análisis que ofrece Alfred Kracauer sobre esta película, la cual junto con otras prefiguraríasegún él– el ascenso del nazismo, con el sometimiento a los poderes irracionales que movilizan el alma humana; los miedos que tienen las personas al enfrentarse a lo desconocido; la aceptación del control gubernamental a cambio de mayores grados de seguridad; o la facilidad que tienen las personas en dirigir hacia alguien o un grupo la causa de todos los males.

                                                         Imagen del film de Fritz Lang

La urbe aparece como un espacio de angustia cuando las madres empiezan a sufrir por la pérdida de las niñas; en un lugar de desconfianza cuando cualquier persona, por sus conductas o actitudes, se transforma en un potencial asesino; en un ámbito de control y vigilancia cuando todas las actividades propias de los ciudadanos son observadas meticulosamente por la policía.

Frente a los desafíos y necesidad de atrapar al asesino en serie, son los mismos criminales quienes, por el temor a no poder seguir cometiendo sus propios delitos, debido a la seguridad desplegada en la ciudad, deciden darse a la tarea de perseguir y juzgar al asesino.

Estos últimos días el caso de la desaparición de Ámbar y el posterior hallazgo de su cadáver nos ha enfrentado a nuestro propio vampiro. Hemos descubierto –una vez más– que el sistema judicial es permeable, ya sea por la habilidad de los delincuentes que conocen los vacíos del antiguo y obsoleto Código Penal, o la negligencia de algunos jueces que asumen solo los aspectos garantistas del actual Código de Procesamiento Penal, sistema que permitió poner en libertad a un asesino que no debió haber salido de la cárcel. 

¿Por qué en la película de Fritz Lang los propios delincuentes decidieron perseguir y juzgar al asesino en serie? Porque al conocer los vacíos del sistema judicial temían que el asesino serial se hiciera “pasar por un loco” y evitara de esta forma el peso de la ley. 

¿Qué nos muestra la película M, el vampiro de Dusseldorf y el cruce con el caso de la muerte de la adolescente Ámbar? Que el vampiro y los asesinatos en serie pueden, como en la Alemania de los años 1920, prefigurar los peores males de una sociedad que cae en el abismo de la corrupción, las pasiones y la violencia, donde son los mismos criminales, hastiados por toda la decadencia, quienes deciden hacer justicia por sus propias manos. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar a que sean los delincuentes que terminen persiguiendo a los criminales?