martes, 1 de diciembre de 2020

 

Nutriendo al trabajador y mejorando la producción. Los programas de alimentación en la gran industria chilena (1920-1950)


El presente artículo analiza los programas y acciones que desarrollaron las empresas asociadas a la gran industria chilena para mejorar la condición nutricional de la población trabajadora, con el objetivo de enfrentar las enfermedades profesionales y mejorar los rendimientos productivos de los trabajadores. Es de especial interés conocer el papel que tuvo la familia y la mujer en su calidad de madre y esposa para transmitir los valores asociados a la correcta alimentación. Las fuentes disponibles para el estudio son los escritos de médicos que abordaron la temática de la alimentación, en especial en el ámbito laboral, las encuestas de nutrición desarrolladas entre fines de la década de 1920 y comienzos de los años de 1940, y las publicaciones de los Departamentos de Bienestar Social de las distintas empresas estudiadas.

lunes, 30 de noviembre de 2020

 

Trabajadores y prácticas recreativas.

Otra mirada al mundo del trabajo en América Latina  (1930-1950)                          


Resumen: El presente artículo busca identificar las principales líneas de investigación que han marcado los estudios sobre las prácticas recreativas -el tiempo libre, el ocio y el turismo- en el mundo laboral latinoamericano durante los años 1930 y 1950, complementando los enfoques nacionales con las perspectivas transnacionales. Estas prácticas recreativas se dieron en el marco de los cambios que supuso el desarrollo de la cultura de masas, el populismo y el proceso de industrialización que vivieron diversos países del continente. Este recuento historiográfico permite concluir la gran cantidad de publicaciones sobre las prácticas recreativas, aunque muchas de ellas enmarcadas en los enfoques sociales y culturales de la historia del movimiento obrero de vertiente más clásica. 

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viernes, 21 de agosto de 2020

 

La reforma del sistema previsional y el debate constituyente.

Las paradojas y paralelos del siglo XX

 

En pleno debate por el retiro del 10% de los fondos previsionales para que las familias enfrenten los efectos económicos de la pandemia, bien vale la pena repasar los cien años del sistema previsional chileno. Lo primero que llama la atención son algunas paradojas que permiten establecer ciertas analogías entre los diferentes modelos implementados durante el siglo XX.

Primero: la seguridad social fue impulsada en 1924 por los militares y desmantelada por los mismos militares en 1980. Por ello, la legitimidad del sistema es esencial, la cual se construye con el tiempo, aunque dicha legitimidad no esté asegurada.   

Segundo: la seguridad social instaurada en 1924 fue eficiente en entregar crecientes prestaciones a los afiliados, aunque los fondos de reserva enfrentaron progresivos costos por la administración y los generosos beneficios que ofrecían. Por el contrario, el actual sistema de AFP, instaurado en 1980, ha sido eficiente en acumular fondos por un monto de 200 mil millones dólares, aunque ofrece prestaciones muy pobres, cuyo promedio de pensiones alcanzan para el primer semestre de 2020 los 250 mil pesos.  

Tercero: tanto el primer modelo previsional de 1924, como el de 1980, fueron aprobados en un marco de crisis del sistema político y de debates que decantaron en una nueva constitución: la de 1925 en el primer caso y la de 1980 en el segundo.

De manera casi premonitoria hoy enfrentamos una crisis política que incluye tanto el sistema de representación como el modelo presidencialista, crisis profundizada por el estallido social del pasado 18 de octubre. No es raro, entonces, que la discusión sobre el modelo previsional se dé en el marco de un nuevo pacto social y político que debe proveer la Constitución Política de la República. Dicho pacto debe ofrecer garantías no solo para asegurar el correcto funcionamiento político y de los órganos del Estado, sino también para asegurar a todos los miembros de la comunidad el desarrollo pleno de sus facultades, garantizando la protección frente a los riesgos de vivir en sociedad.

De esta forma, si bien los sistemas previsionales no debieran ser objeto de normas constitucionales no es raro que dichos sistemas estén alineados en términos valóricos con los principios y derechos fundamentales que la constitución busca proteger. Así se entiende que la Constitución de 1925 reconociera por primera vez en Chile la protección de los derechos sociales y la Constitución de 1980 estableciera el principio de subsidiaridad.

El ahorro popular y el primer sistema de seguridad social

Si bien la promoción del ahorro popular había tenido cierto éxito con la creación de las mutuales en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras cajas de ahorro popular a fines del mismo siglo, fue con la creación de la Caja del Seguro Obrero en septiembre de 1924 que el ahorro previsional se hizo obligatorio para los trabajadores. En septiembre de 1924, y luego de un golpe de estado que obligó a renunciar al Presidente de la República, Arturo Alessandri, el Congreso aprobó la Ley N°4054 que creó la Caja del Seguro Obrero, proyecto original del médico y parlamentario Exequiel González Cortés, el cual seguía el modelo de seguridad social alemán.

La Caja del Seguro Obrero de 1924 estableció que los trabajadores debían cotizar 2% de su salario, los empleadores aportar con el 3% y el Estado el 1%, fondos que debían ayudar a costear las enfermedades, invalidez, accidentes, vejez y muerte. Se dejó de lado el seguro de cesantía por los riesgos –según se decía– de incentivar el empleo informal, aunque en la práctica el Código Laboral de 1931 estableció una indemnización por despido. La lógica del sistema operaba en base al compromiso de que los trabajadores cotizarían para enfrentar la pérdida de la capacidad de trabajo y su recuperación para reinsertarse al mercado laboral. Por su parte, los empleadores debían ayudar a financiar el sistema por el uso que hacían de la fuerza de trabajo y donde el salario no ayudaba a compensar del todo ese desgaste. La participación del Estado se justificaba porque ahorraría muchos recursos en la beneficencia pública que atendía a los sectores más pobres y la paz social que se alcanzaba al resguardar la fuerza de trabajo. 

La Caja del Seguro Obrero de 1924 funcionó en materia de pensiones como un sistema de capitalización individual y en materia de salud como de reparto, administrado por un modelo corporativo que integraba en la gestión de los fondos al Estado, los empleadores y trabajadores. Esto explica el interés creciente del movimiento obrero y patronal en participar de las cotizaciones obligatorias. Sin embargo, el pecado original de este primer modelo de seguridad social fue que al vincular de manera directa el sistema previsional a la condición asalariada de los aportantes, excluyó a aquellas personas de ingresos superiores y los independientes, junto con dejar abierta la posibilidad de que cada sector gremial luchara por formar sus propias cajas de retiro, fragmentando el sistema en un número tal de cajas que lo hizo insostenible al aumentar de manera creciente los gastos en administración. De hecho, los gremios más fuertes –como los empleados– lograron obtener mejores prestaciones.

La reforma que se hizo al sistema previsional en 1952 (Ley N°10.383) aumentó la cotización a un 20% del salario, con un 5% aportado por el trabajador, un 10% por el patrón y un 5% por el Estado, transformado la capitalización individual a una de reparto. Además, se incluyó a los trabajadores independientes, los que debían cotizar por un 15% del salario mínimo. Se mantuvo la edad de jubilación en 65 años para los hombres y de 60 años para las mujeres, estableciendo la posibilidad de retiro a los 55 años para aquellos que realizaran trabajos pesados. También agregó el seguro de desempleo que no había incluido el régimen de 1924. Sin embargo, no se avanzó en centralizar el sistema en una sola caja de seguridad social que integrara a todos los trabajadores chilenos.

Hacia la década de 1970 la caja del seguro obrero y el resto de las cajas de previsión (empleados públicos, particulares, entre otros) habían logrado un efecto positivo en el mercado laboral chileno, ayudando en el aumento del empleo formal, llegando a cubrir un 85% de los potenciales afiliados. Además, seguía ofreciendo prestaciones generosas en materia de vejez, salud y préstamos a los imponentes. 

 Las AFP y la discusión actual sobre su reforma

Si bien el sistema previsional chileno no mostraba signos de desgaste, había un consenso generalizado en los años 1960 y 1970 de la necesidad de su reforma, en especial el integrar en una sola caja previsional a los trabajadores, disminuyendo los costos de administración, junto con revisar prestaciones como las asignaciones familiares.

El golpe de estado de 1973 y la incorporación de la ideología neoliberal (Chicago Boys) a partir de 1975, hizo que la necesidad de la reforma del sistema previsional se transformara rápidamente en la discusión sobre su reemplazo. Muchos intelectuales han alimentado el sentido común de creer que las AFP –creadas por el decreto Ley 5.300 de 1980—surgieron para proveer un mercado de capitales a los grandes grupos económicos, y solo secundariamente para entregar pensiones. Si bien esto es cierto, lo es solo si ese análisis se hace desde el presente y observando cómo funciona actualmente el modelo, pero en 1980 no era todo tan claro. De hecho, había razones más “simples” para modificar el sistema de cajas previsionales.

Durante la década de 1970 las prestaciones crecieron sin parar y el aporte del Estado llegó a representar el 30% de los ingresos anuales de la Caja del Seguro Obrero. Además, los empresarios reclamaban por el 10% que debían cotizar para sus trabajadores. La crisis económica de los años 1970, con el cortejo de cesantía y aumento del empleo informal, no hizo sino acentuar la sensación –falsa, por cierto– de que todos los actores “ganaban” reformando el sistema. El Estado se ahorraría muchos recursos, los empresarios dejarían de aportar su 10% y los trabajadores aumentarían su salario al doble, ya que las AFP solo le descontarían el 10%. A eso hay que sumarle la propuesta de una tasa de reemplazo de un 70%, una campaña publicitaria a todo dar con artistas, animadores e ídolos de fútbol– y las presiones y amenazas que vivieron miles de trabajadores para cambiarse a las AFP. Este fue el pecado original del sistema de AFP, el dejar al trabajador como responsable único de las cotizaciones.

 La crisis social del 18 de octubre, la crisis económica que el país arrastra desde meses y la crisis sanitaria producto de la pandemia, no han hecho sino apurar la discusión por la reforma del actual sistema previsional, junto con la reforma constitucional. La discusión está abierta, e impulsada por la iniciativa del retiro del 10% de los fondos previsionales, una propuesta atractiva a primera vista porque coloca al cotizante frente a la elección de recibir los fondos para suplir necesidades actuales o guardarlos para su jubilación, objetivo que todo fondo de previsión busca. Los partidos renuncian a sus convicciones en un marco de crisis ideológica y pérdida de sentido de la política, eliminando de un plumazo las políticas de focalización y de progresividad.  

En medio de este debate se han adelantado propuestas de reformas que apuntan hacia un modelo de reparto o mixto. Sin embargo, si alguien escucha de un político o economista una propuesta que señale que al eliminar las AFP los cotizantes van a obtener en el futuro, por arte de magia, pensiones superiores al ingreso mínimo, hágales la siguiente pregunta: ¿sobre qué bases se funda cualquier sistema previsional en el mundo, más allá de si éste comprende aportes estatales, patronales o de los trabajadores?  La respuesta es simple, con tres pilares fundamentales: el trabajo, la cotización obligatoria y el pago de impuestos. Ningún país ha construido un sistema sólido de previsión sin fundarlo en el valor del trabajo como fuente de producción e ingresos, el ahorro obligatorio que nos invita a pensar en la seguridad del mañana y, por último, el comportamiento ético de cada uno de nosotros que permite que el Estado recaude los impuestos necesarios para proveer de bienestar social a su población.

Juan Carlos Yáñez Andrade

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Doctor en Historia, académico de la Universidad de Valparaíso y

Director alterno del Centro de Investigación en Innovación,

Desarrollo Económico y Políticas Sociales de la Universidad de

Valparaíso.

 


martes, 11 de agosto de 2020

 

M DE MALDITO

 

En 1931 el director alemán Fritz Lang dirigió la película M, el vampiro de Dusseldorf, o también conocida como M de Maldito, historia que trata sobre un abusador y asesino en serie de niñas. Son muchos los aspectos artísticos y cinematográficos que transforman esta obra en una creación maestra. Sin embargo, lo más interesante es su trama conexa.  

Este vampiro –o maldito– a diferencia del vampiro clásico, es un sujeto sin poderes sobrenaturales y que aparece en circunstancias cotidianas como un ser normalizado en medio del devenir urbano. La clave del filme es el entramado social que rodea los asesinatos y que dan cuenta del contexto de fines de la República de Weimar (1919-1933). Es conocido el análisis que ofrece Alfred Kracauer sobre esta película, la cual junto con otras prefiguraríasegún él– el ascenso del nazismo, con el sometimiento a los poderes irracionales que movilizan el alma humana; los miedos que tienen las personas al enfrentarse a lo desconocido; la aceptación del control gubernamental a cambio de mayores grados de seguridad; o la facilidad que tienen las personas en dirigir hacia alguien o un grupo la causa de todos los males.

                                                         Imagen del film de Fritz Lang

La urbe aparece como un espacio de angustia cuando las madres empiezan a sufrir por la pérdida de las niñas; en un lugar de desconfianza cuando cualquier persona, por sus conductas o actitudes, se transforma en un potencial asesino; en un ámbito de control y vigilancia cuando todas las actividades propias de los ciudadanos son observadas meticulosamente por la policía.

Frente a los desafíos y necesidad de atrapar al asesino en serie, son los mismos criminales quienes, por el temor a no poder seguir cometiendo sus propios delitos, debido a la seguridad desplegada en la ciudad, deciden darse a la tarea de perseguir y juzgar al asesino.

Estos últimos días el caso de la desaparición de Ámbar y el posterior hallazgo de su cadáver nos ha enfrentado a nuestro propio vampiro. Hemos descubierto –una vez más– que el sistema judicial es permeable, ya sea por la habilidad de los delincuentes que conocen los vacíos del antiguo y obsoleto Código Penal, o la negligencia de algunos jueces que asumen solo los aspectos garantistas del actual Código de Procesamiento Penal, sistema que permitió poner en libertad a un asesino que no debió haber salido de la cárcel. 

¿Por qué en la película de Fritz Lang los propios delincuentes decidieron perseguir y juzgar al asesino en serie? Porque al conocer los vacíos del sistema judicial temían que el asesino serial se hiciera “pasar por un loco” y evitara de esta forma el peso de la ley. 

¿Qué nos muestra la película M, el vampiro de Dusseldorf y el cruce con el caso de la muerte de la adolescente Ámbar? Que el vampiro y los asesinatos en serie pueden, como en la Alemania de los años 1920, prefigurar los peores males de una sociedad que cae en el abismo de la corrupción, las pasiones y la violencia, donde son los mismos criminales, hastiados por toda la decadencia, quienes deciden hacer justicia por sus propias manos. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar a que sean los delincuentes que terminen persiguiendo a los criminales?

miércoles, 1 de julio de 2020

El éxito de saber contar y el arte de gobernar las poblaciones



 En las últimas semanas el centro de estudios Espacio Público ha cobrado notoriedad y reconocimiento en medio de la pandemia, en especial por la disputa con el Ministerio de Salud de Chile a propósito de la metodología para contabilizar el número de fallecidos provocados por el Covid-19. Sin embargo, en medio de este debate, ¿qué hay detrás de este interés por contar el número de fallecidos y la forma de hacerlo?

Ver columna El ciudadano

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Que las pandemias reducen los confines del mundo no cabe ninguna duda, al menos desde la llamada “gripe española” de 1918, obligando a coordinar los esfuerzos a nivel internacional. Población nacional y población mundial, siendo la gestión de esta última un proyecto que se impone luego de las grandes guerras del siglo XX, incluyendo la Guerra Fría. La gestión de la población pertenece a las herramientas conceptuales de Michel Foucault (Seguridad, territorio y población, 2014) y se refiere al conjunto de dispositivos de saber, de intervención y de subjetivación que son constitutivos de la gubernamentalidad. Estos mecanismos de gestión comprenden los dispositivos de seguridad, es decir el conjunto de técnicas como el cálculo de probabilidades, la gestión de los riesgos, evaluación de costos, el control a distancia de los comportamientos peligrosos, entre otros. Si las técnicas clásicas están asociadas a procedimientos, reglamentaciones u ordenanzas que prohíben, controlan, ejecutan y disciplinan con el fin de vigilar y castigar, la política de seguridad, por el contrario, busca poner en práctica un programa de gobierno que supone la gestión y el cálculo de los problemas de la población. Por ejemplo, en la criminalidad las técnicas de seguridad plantean la cuestión de saber “cómo mantener, en el fondo, un tipo de criminalidad, como el robo, al interior de los límites que son social y económicamente aceptables y en torno a los medios que se van a considerar como óptimos para un funcionamiento social dado” (Foucault, 2014, p.7). Dicho en términos simples, parece que ya no importa el delincuente ni menos la víctima, sino la gestión de la criminalidad como un problema más de la población.

En este sentido no nos perdamos– los fallecidos por Covid-19 parecen importar muy poco, lo que importa es la gestión de la pandemia, y de paso la aceptación por parte de la población de los dispositivos de seguridad. Es decir, Foucault entiende la noción de gubernamentalidad “como el conjunto de instituciones, procedimientos y análisis que permiten ejercer esta forma de poder que tiene por objetivo principal la población, que tiene por saber la economía política y por instrumento técnico los dispositivos de seguridad” (p.111). Dicho de otro modo, la gubernamentalidad implica la introducción de dispositivos de gestión ligados a saberes cada vez más especializados, sin control efectivo, y donde la estadística es uno de ellos, y quizás el más importante. Por ello, no debiera sorprender que la disputa entre el centro de estudios Espacio Público y el Ministerio de Salud se centre en la estadística de fallecidos.   

A nivel de las instituciones internacionales, la gestión de la población mundial exige formas también nuevas de dominio y de experticia que plantea la gubernamentalidad. Si los objetos de la policía –en su sentido clásico de control– son de carácter urbano y se refieren a los problemas de la urbe –provocados por intercambios y circulaciones restringidas a los espacios de la ciudad–, se entiende que por existir circulaciones trasnacionales una noción global del mundo se impone de manera definitiva durante el siglo XX, con lo cual se facilitan los programas de intervención a nivel planetario. De ahí, por ejemplo, que las crisis globales hayan asegurado el surgimiento y consolidación de agencias reguladoras en materia fiscal (FMI), y las pandemias hayan asegurado, por su parte, el surgimiento y consolidación de agencias sanitarias (OMS).

Espacio público, es un centro de estudios financiado por diversas agencias y entidades públicas y privadas. Por ejemplo, recibe un financiamiento importante (sobre $100 millones) de la Fundación Nacional para la Democracia, creada por el presidente norteamericano Ronald Reagan y asociada indirectamente al Departamento de Estado, cuyo objetivo apunta a promover “la democracia liberal”. También apoyan a Espacio Público fundaciones filantrópicas con una clara agenda de gubernamentalidad como la Fundación Ford, Konrad Adenahuer o Tinker Foundation. Otros aportes corresponden a Chilevisión, la Embajada de Canadá, y agencias de gobierno de Chile como el Ministerio de Desarrollo Social y el Laboratorio de Gobierno.
El debate aparentemente técnico entre Espacio Público y el Ministerio de Salud de cómo contar los fallecidos por Covid-19 es propio de los debates de naturaleza cercanos a la gubernamentalidad, cruzados por intereses de agencias internacionales. ¿Qué es lo que está en juego detrás de la supuesta subestimación de muertos por parte de los informes del Ministerio de Salud y la propuesta de corrección por parte de Espacio Público? La corrección propuesta por Espacio Público y que implica incluir a los probables -sospechosos- fallecidos por Covid-19, independiente de si existe o no una prueba PCR, ayudaría, según esta agencia, a tres objetivos claros: Primero, acoplar los registros de fallecimientos en Chile con los estándares internacionales de países desarrollados, que permite –se supone– hacer comparables las cifras y mejorar la gestión global de la pandemia. Segundo, ayudar a una eficiente gestión sanitaria, mejorando las condiciones en el manejo de los fallecidos y no exponer a quienes tienen que lidiar con los cuerpos. Tercero, transparentar las cifras, asumiendo sin más que aquellos que mueren sin una causa clara debieran ser asumidos como causal de muerte por Covid-19, en el entendido que no hay ningún otro virus circulando en el país. A partir de este simple cambio de criterio la tasa de letalidad pasó, en un día, de 1% a 1,6%, y sigue subiendo.

Sin entrar a cuestionar este cambio en el registro de fallecidos que ha llevado al Ministerio de Salud a seguir como parámetro las defunciones del Registro Civil, el peligro que conduce este debate es que debilita comunicacionalmente la gestión ministerial y se centra en demasía en la cuestión técnica de cómo contabilizar el número fallecidos, haciéndonos perder el foco en lo central de la pandemia, como es el número de contagios. Controlando este grupo, se podrá controlar el número de fallecidos. Pero hay un peligro mayor, que al centrarnos solo en el número de fallecidos nos dejemos embaucar -ante el temor de la muerte- y terminemos aceptando sin más– los dispositivos de seguridad que se nos proponen para enfrentar la pandemia. 

viernes, 26 de junio de 2020


COLUMNA DE OPINIÓN, LA TERCERA, 25 DE JUNIO 2020

Uno de los aspectos que ha develado la crisis sanitaria provocada por el coronavirus es lo que los expertos llaman determinantes sociales de la salud. Es decir, el reconocimiento de que la condición sanitaria de un paciente o de una población determinada no solo depende de los aspectos epidemiológicos propios de la enfermedad, sino también del nivel socioeconómico. 

Bar Lácteo, 1939


viernes, 12 de junio de 2020


Lo que el viento se llevó y el problema del racismo

Juan Carlos Yáñez Andrade

Hace unos días el guionista de la aclamada 12 años de esclavitud, cuestionó la difusión en la plataforma online del canal HBO de la película de 1939 Lo que el viento se llevó, argumentando que idealizaba la esclavitud del sur de los Estados Unidos. La cadena bajó de su catálogo la película y se subió a la ola de denuncias –legítimas, por cierto– sobre el racismo en los Estados Unidos a propósito de la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco.

Sin entrar a debatir sobre los alcances de la esclavitud en la historia de los Estados Unidos, es efectivo que la película y más precisamente la novela de la cual fue adaptada –cuya autora es Margaret Mitchell–, se enmarca en una corriente artística conocida como romanticismo sureño, que muestra idílicas postales de las plantaciones de algodón y de las relaciones entre blancos y negros. Tal como lo señala Isaiah Berlin, el Romanticismo, como corriente artística e intelectual, idealiza el mundo buscando construir una síntesis superior de él, no porque desconozca sus miserias, sino porque intenta trascenderlo. El Romanticismo nos ha legado, además, la noción -hoy aceptada- de la libertad en la creación artística y la necesaria comprensión de la obra en el contexto de su tiempo. La película Lo que el viento se llevó es compleja, y no puede reducirse al simple argumento que idealiza la esclavitud. Muy por el contrario, el genio de Mitchell nos muestra un mundo con matices, que se derrumba, por cierto, mientras ve nacer uno nuevo. Quien haya visto la película o leído la novela puede comprender la caída de la nobleza terrateniente en la imagen ambivalente de Ashley Wikes, quien por convenciones sociales no puede aceptar el amor de Scarlett. Se sorprende ante el aventurero Rhett Butler, un norteño y especulador que termina luchando por la causa perdida del sur. La propia Scarlett, que junto con amar la tierra -su Tara- se muestra emprendedora y con valores del mundo moderno.

El impedir la exhibición de la película, en el marco de la ola de destrucción de estatuas, edificios, libros y otros artefactos culturales asociados a la esclavitud, no solo pretende borrar y reescribir la historia, sino que es un intento deliberado por impedir que las nuevas generaciones accedan a esas creaciones artísticas. Los esfuerzos, por el contrario, debieran ir en la necesaria comprensión de nuestro pasado, no para aceptarlo acríticamente, sino para entender lo complejo que resulta el mundo y que un mejor entendimiento de él nos puede hacer más virtuosos y, en definitiva, un poco más felices, aunque ese proyecto de la Ilustración les resulte vano a algunos.


miércoles, 18 de marzo de 2020


El Museo Social Argentino (1911-1925). Los vínculos de los reformadores sociales en el Cono Sur de América 

Quinto Sol, vol. 24, nº 1, enero-abril 2020, pp. 1-23

Las instituciones con vocación internacional son una excelente entrada para estudiar la conformación de la realidad social sudamericana, en un contexto de desarrollo del panamericanismo y de las agencias pertenecientes a la Sociedad de las Naciones. El Museo Social Argentino (MSA), inaugurado en 1911, nace como una respuesta para pensar la cuestión social desde un prisma nacional, pero sin perder de vista su dimensión internacional. El presente artículo analiza los vínculos que el MSA estableció con el Museo Social de París, la Dotación Carnegie, la Organización Internacional del Trabajo y los reformadores sociales en el Cono Sur de América. Especial mención merecen el marco ideológico de su fundación y los valores que promovió, así como las conexiones con intelectuales europeos y del continente americano.