martes, 1 de diciembre de 2020
lunes, 30 de noviembre de 2020
Trabajadores y prácticas recreativas.
Otra mirada al mundo del trabajo en América Latina (1930-1950)
Resumen: El presente artículo busca identificar las principales líneas de investigación que han marcado los estudios sobre las prácticas recreativas -el tiempo libre, el ocio y el turismo- en el mundo laboral latinoamericano durante los años 1930 y 1950, complementando los enfoques nacionales con las perspectivas transnacionales. Estas prácticas recreativas se dieron en el marco de los cambios que supuso el desarrollo de la cultura de masas, el populismo y el proceso de industrialización que vivieron diversos países del continente. Este recuento historiográfico permite concluir la gran cantidad de publicaciones sobre las prácticas recreativas, aunque muchas de ellas enmarcadas en los enfoques sociales y culturales de la historia del movimiento obrero de vertiente más clásica.
viernes, 21 de agosto de 2020
La
reforma del sistema previsional y el debate constituyente.
Las
paradojas y paralelos del siglo XX
En
pleno debate por el retiro del 10% de los fondos previsionales para que las
familias enfrenten los efectos económicos de la pandemia, bien vale la pena repasar
los cien años del sistema previsional chileno. Lo primero que llama la
atención son algunas paradojas que permiten establecer ciertas analogías entre
los diferentes modelos implementados durante el siglo XX.
Primero: la seguridad
social fue impulsada en 1924 por los militares y desmantelada por los mismos
militares en 1980. Por ello, la legitimidad del sistema es esencial, la cual se
construye con el tiempo, aunque dicha legitimidad no esté asegurada.
Segundo:
la
seguridad social instaurada en 1924 fue eficiente en entregar crecientes
prestaciones a los afiliados, aunque los fondos de reserva enfrentaron progresivos
costos por la administración y los generosos beneficios que ofrecían. Por el
contrario, el actual sistema de AFP, instaurado en 1980, ha sido eficiente en acumular
fondos por un monto de 200 mil millones dólares, aunque ofrece prestaciones muy
pobres, cuyo promedio de pensiones alcanzan para el primer semestre de 2020 los
250 mil pesos.
Tercero:
tanto el primer modelo previsional de 1924, como el de 1980, fueron aprobados
en un marco de crisis del sistema político y de debates que decantaron en una
nueva constitución: la de 1925 en el primer caso y la de 1980 en el segundo.
De
manera casi premonitoria hoy enfrentamos una crisis política que incluye tanto
el sistema de representación como el modelo presidencialista, crisis
profundizada por el estallido social del pasado 18 de octubre. No es raro,
entonces, que la discusión sobre el modelo previsional se dé en el marco de un
nuevo pacto social y político que debe proveer la Constitución Política de la República.
Dicho pacto debe ofrecer garantías no solo para asegurar el correcto funcionamiento
político y de los órganos del Estado, sino también para asegurar a todos los
miembros de la comunidad el desarrollo pleno de sus facultades, garantizando la
protección frente a los riesgos de vivir en sociedad.
De
esta forma, si bien los sistemas previsionales no debieran ser objeto de normas
constitucionales no es raro que dichos sistemas estén alineados en términos
valóricos con los principios y derechos fundamentales que la constitución busca
proteger. Así se entiende que la Constitución de 1925 reconociera por primera
vez en Chile la protección de los derechos sociales y la Constitución de 1980
estableciera el principio de subsidiaridad.
El
ahorro popular y el primer sistema de seguridad social
Si
bien la promoción del ahorro popular había tenido cierto éxito con la creación
de las mutuales en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras cajas de ahorro
popular a fines del mismo siglo, fue con la creación de la Caja del Seguro
Obrero en septiembre de 1924 que el ahorro previsional se hizo
obligatorio para los trabajadores. En septiembre de 1924, y luego de un
golpe de estado que obligó a renunciar al Presidente de la República, Arturo
Alessandri, el Congreso aprobó la Ley N°4054 que creó la Caja del Seguro
Obrero, proyecto original del médico y parlamentario Exequiel González
Cortés, el cual seguía el modelo de seguridad social alemán.
La
Caja del Seguro Obrero de 1924 estableció que los trabajadores debían cotizar
2% de su salario, los empleadores aportar con el 3% y el Estado el 1%, fondos
que debían ayudar a costear las enfermedades, invalidez, accidentes, vejez y
muerte. Se dejó de lado el seguro de cesantía por los riesgos –según se decía– de
incentivar el empleo informal, aunque en la práctica el Código Laboral de 1931
estableció una indemnización por despido. La lógica del sistema operaba en base
al compromiso de que los trabajadores cotizarían para enfrentar la pérdida de
la capacidad de trabajo y su recuperación para reinsertarse al mercado laboral.
Por su parte, los empleadores debían ayudar a financiar el sistema por el uso
que hacían de la fuerza de trabajo y donde el salario no ayudaba a compensar
del todo ese desgaste. La participación del Estado se justificaba porque
ahorraría muchos recursos en la beneficencia pública que atendía a los sectores
más pobres y la paz social que se alcanzaba al resguardar la fuerza de
trabajo.
La
Caja del Seguro Obrero de 1924 funcionó en materia de pensiones como un sistema
de capitalización individual y en materia de salud como de reparto,
administrado por un modelo corporativo que integraba en la gestión de los
fondos al Estado, los empleadores y trabajadores. Esto explica el interés
creciente del movimiento obrero y patronal en participar de las cotizaciones
obligatorias. Sin embargo, el pecado original de este primer modelo de
seguridad social fue que al vincular de manera directa el sistema
previsional a la condición asalariada de los aportantes, excluyó a aquellas
personas de ingresos superiores y los independientes, junto con dejar abierta
la posibilidad de que cada sector gremial luchara por formar sus propias cajas
de retiro, fragmentando el sistema en un número tal de cajas que lo hizo insostenible
al aumentar de manera creciente los gastos en administración. De hecho, los
gremios más fuertes –como los empleados– lograron obtener mejores prestaciones.
La
reforma que se hizo al sistema previsional en 1952 (Ley N°10.383)
aumentó la cotización a un 20% del salario, con un 5% aportado por el trabajador,
un 10% por el patrón y un 5% por el Estado, transformado la capitalización
individual a una de reparto. Además, se incluyó a los trabajadores
independientes, los que debían cotizar por un 15% del salario mínimo. Se
mantuvo la edad de jubilación en 65 años para los hombres y de 60 años para las
mujeres, estableciendo la posibilidad de retiro a los 55 años para aquellos que
realizaran trabajos pesados. También agregó el seguro de desempleo que no había
incluido el régimen de 1924. Sin embargo, no se avanzó en centralizar el
sistema en una sola caja de seguridad social que integrara a todos los
trabajadores chilenos.
Hacia
la década de 1970 la caja del seguro obrero y el resto de las cajas de
previsión (empleados públicos, particulares, entre otros) habían logrado un
efecto positivo en el mercado laboral chileno, ayudando en el aumento del
empleo formal, llegando a cubrir un 85% de los potenciales afiliados. Además,
seguía ofreciendo prestaciones generosas en materia de vejez, salud y préstamos
a los imponentes.
Si
bien el sistema previsional chileno no mostraba signos de desgaste, había un
consenso generalizado en los años 1960 y 1970 de la necesidad de su reforma, en
especial el integrar en una sola caja previsional a los trabajadores,
disminuyendo los costos de administración, junto con revisar prestaciones como
las asignaciones familiares.
El
golpe de estado de 1973 y la incorporación de la ideología neoliberal (Chicago
Boys) a partir de 1975, hizo que la necesidad de la reforma del sistema previsional
se transformara rápidamente en la discusión sobre su reemplazo. Muchos
intelectuales han alimentado el sentido común de creer que las AFP –creadas por
el decreto Ley 5.300 de 1980—surgieron para proveer un mercado de capitales a los
grandes grupos económicos, y solo secundariamente para entregar pensiones.
Si bien esto es cierto, lo es solo si ese análisis se hace desde el presente y
observando cómo funciona actualmente el modelo, pero en 1980 no era todo tan
claro. De hecho, había razones más “simples” para modificar el sistema de cajas
previsionales.
Durante
la década de 1970 las prestaciones crecieron sin parar y el aporte del Estado
llegó a representar el 30% de los ingresos anuales de la Caja del Seguro
Obrero. Además, los empresarios reclamaban por el 10% que debían cotizar para
sus trabajadores. La crisis económica de los años 1970, con el cortejo de
cesantía y aumento del empleo informal, no hizo sino acentuar la sensación
–falsa, por cierto– de que todos los actores “ganaban” reformando el sistema.
El Estado se ahorraría muchos recursos, los empresarios dejarían de aportar su
10% y los trabajadores aumentarían su salario al doble, ya que las AFP solo le
descontarían el 10%. A eso hay que sumarle la propuesta de una tasa de
reemplazo de un 70%, una campaña publicitaria a todo dar –con
artistas, animadores e ídolos de fútbol– y las presiones y amenazas que
vivieron miles de trabajadores para cambiarse a las AFP. Este fue el pecado
original del sistema de AFP, el dejar al trabajador como responsable único de
las cotizaciones.
En
medio de este debate se han adelantado propuestas de reformas que apuntan hacia
un modelo de reparto o mixto. Sin embargo, si alguien escucha de un político o
economista una propuesta que señale que al eliminar las AFP los cotizantes van
a obtener en el futuro, por arte de magia, pensiones superiores al ingreso
mínimo, hágales la siguiente pregunta: ¿sobre qué bases se funda cualquier
sistema previsional en el mundo, más allá de si éste comprende aportes
estatales, patronales o de los trabajadores? La respuesta es simple, con tres pilares
fundamentales: el trabajo, la cotización obligatoria y el pago de impuestos.
Ningún país ha construido un sistema sólido de previsión sin fundarlo en el
valor del trabajo como fuente de producción e ingresos, el ahorro obligatorio
que nos invita a pensar en la seguridad del mañana y, por último, el
comportamiento ético de cada uno de nosotros que permite que el Estado recaude
los impuestos necesarios para proveer de bienestar social a su población.
Juan Carlos Yáñez Andrade
.
Doctor en Historia, académico de la Universidad de
Valparaíso y
Director alterno del Centro de Investigación en Innovación,
Desarrollo Económico y Políticas Sociales de la Universidad
de
Valparaíso.
martes, 11 de agosto de 2020
M DE MALDITO
En 1931 el director alemán Fritz Lang
dirigió la película M, el vampiro de Dusseldorf, o también conocida como
M de Maldito, historia que trata sobre un abusador y asesino en serie de
niñas. Son muchos los aspectos artísticos y cinematográficos que transforman
esta obra en una creación maestra. Sin embargo, lo más interesante es su trama
conexa.
Este vampiro –o maldito– a diferencia del vampiro clásico, es un sujeto sin poderes sobrenaturales y que aparece en circunstancias cotidianas como un ser normalizado en medio del devenir urbano. La clave del filme es el entramado social que rodea los asesinatos y que dan cuenta del contexto de fines de la República de Weimar (1919-1933). Es conocido el análisis que ofrece Alfred Kracauer sobre esta película, la cual junto con otras prefiguraría –según él– el ascenso del nazismo, con el sometimiento a los poderes irracionales que movilizan el alma humana; los miedos que tienen las personas al enfrentarse a lo desconocido; la aceptación del control gubernamental a cambio de mayores grados de seguridad; o la facilidad que tienen las personas en dirigir hacia alguien o un grupo la causa de todos los males.
Imagen del film de Fritz Lang
La urbe aparece como un espacio de
angustia cuando las madres empiezan a sufrir por la pérdida de las niñas; en un
lugar de desconfianza cuando cualquier persona, por sus conductas o actitudes,
se transforma en un potencial asesino; en un ámbito de control y vigilancia
cuando todas las actividades propias de los ciudadanos son observadas
meticulosamente por la policía.
Frente a los desafíos y necesidad de
atrapar al asesino en serie, son los mismos criminales quienes, por el temor a
no poder seguir cometiendo sus propios delitos, debido a la seguridad
desplegada en la ciudad, deciden darse a la tarea de perseguir y juzgar al
asesino.
Estos últimos días el caso de la
desaparición de Ámbar y el posterior hallazgo de su cadáver nos ha enfrentado a
nuestro propio vampiro. Hemos descubierto –una vez más– que el sistema judicial
es permeable, ya sea por la habilidad de los delincuentes que conocen los
vacíos del antiguo y obsoleto Código Penal, o la negligencia de algunos jueces
que asumen solo los aspectos garantistas del actual Código de Procesamiento
Penal, sistema que permitió poner en libertad a un asesino que no debió haber
salido de la cárcel.
¿Por qué en la película de Fritz Lang
los propios delincuentes decidieron perseguir y juzgar al asesino en serie?
Porque al conocer los vacíos del sistema judicial temían que el asesino serial
se hiciera “pasar por un loco” y evitara de esta forma el peso de la ley.
¿Qué nos muestra la película M, el
vampiro de Dusseldorf y el cruce con el caso de la muerte de la adolescente
Ámbar? Que el vampiro y los asesinatos en serie pueden, como en la Alemania de
los años 1920, prefigurar los peores males de una sociedad que cae en el abismo
de la corrupción, las pasiones y la violencia, donde son los mismos criminales,
hastiados por toda la decadencia, quienes deciden hacer justicia por sus propias
manos. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar a que sean los delincuentes que
terminen persiguiendo a los criminales?
miércoles, 1 de julio de 2020
El éxito de saber contar y el arte de gobernar las poblaciones
Ver columna El ciudadano
viernes, 26 de junio de 2020
viernes, 12 de junio de 2020
miércoles, 18 de marzo de 2020
El Museo Social Argentino (1911-1925). Los vínculos de los reformadores sociales en el Cono Sur de América
Quinto Sol, vol. 24, nº 1, enero-abril 2020, pp. 1-23